Verde respira, palpita. Brotan de su seno plantas y cultivos. No conoce la naturaleza sobre sustancias dañinas, látigo del subsuelo, que atraviesan con perversa composición los mantos acuíferos. No saben las frutas y hortalizas cómo proteger su piel y músculo del penetrante veneno.
Ella reconoce la química natural que le es inherente. Sabe del balance que nutre los ecosistemas con sus redes tróficas y relaciones de mutuo beneficio. Fértil, abraza la semilla que se siembra con respeto por la tierra y, dadivosa, regala su sano, aromático y sabroso retoño.
La resiliencia le fortalece y caracteriza. Lucha el suelo por mantenerse fecundo y resistente a pesar de la asfixia agrícola que por años rocía su oscura superficie. Se regenera y limpia su interior, hasta la más diminuta partícula. Agradece la acción humana en el curso de su recuperación.
Tierra entre sus dedos y barro en el hule de sus botas, Marilyn Villalobos Rodríguez es consciente de ese valor y poder del suelo. Asumió, por tanto, un compromiso con la hectárea de terreno cartaginés que hoy da soporte a su hogar y a Vida Verde, su finca.
Orgánica, da la espalda a los agroquímicos industriales, que ciegos cubren todo por igual, sin distinguir entre una plaga y un tubérculo. Orgánica, extiende su mano al abono que el propio bosque y la flora otorgan. Orgánica, reconoce la relevancia de la base que sostiene a toda la naturaleza: el suelo.
“El suelo es lo más importante. Es lo que da vida a todo. Por eso en la agricultura orgánica se le considera como un ser vivo. Y por eso se hacen prácticas que cuiden ese ser vivo y le ayuden a que mantenga ciertas características y nos dé productos con los cuales tengamos salud al alimentarnos.”
Las palabras de Doña Marilyn chocan con el viento de Potrero Cerrado, que sopla sin clemencia en su finca. Su impacto es uno de los enemigos que desgastan al generoso soporte de la vida. “Por eso hay que tenerlo cubierto”. Fibras naturales, como los pastos, hacen de cobija y protector contra la eólica furia.
En el fondo y los costados de la propiedad, fungen de manera similar las cercas vivas. Hijos de la fotosíntesis, donadores de oxígeno, los árboles nativos se yerguen y, con su estructura de clorofila, madera y hojas, conversan con la brisa y calman su ira.
Pero no es sólo el ímpetu del soplo atmosférico el que encuentra barrera. La pócima nociva de agrovenenos vecinos no verá su ruta más allá de aquellas paredes naturales, que se unen a eras y cultivos en un concierto agroforestal.
Las hojas que de cada árbol adulto se despiden constituyen una biomasa que continuará el ciclo de la vida, en forma de abono, alfombra que bordea la base del tallo de sus jóvenes homógolos. Aguacates, saúcos, eucalipto y botón de oro.
Son ellos parte de un abanico de especies multifuncionales que no se conforman con romper el viento, proveer abono y detener la lluvia de fertilizantes, herbicidas e insecticidas artificiales. En este sistema, las especies dan fruto, pintan un paisaje, amarran el suelo y atraen aves e insectos.
“La agricultura orgánica tiene que ver con cómo se vive en equilibrio”, recuerda la agricultora. El balance lo da la interacción de cada ser vivo y cada elemento, desde el árbol que mira hacia abajo con su amplia copa, hasta los microorganismos ocultos en las capas del suelo.
En esa interdependencia, los hongos cargan en sus espaldas seria responsabilidad. “Cuando usted anda caminando por el bosque”, dice Doña Marilyn, “y usted ve ese montón de hojarasca y la escarba, va a ver como un honguito blanco. ¡Esa es la vida del mundo! Esa es la base”.
Cuando Marilyn Villalobos hizo de ésta su finca, el terreno lucía como una mesa, se había removido y aplanado la tierra que la naturaleza tardó miles de años en formar. El suelo requería remedio para el daño que lo flageló. Ese es el actual proceso y, los hongos, el camino correcto.
Una pieza de bambú llena de arroz cocinado y cubierta con papel es puesta en el bosque, a nivel del suelo, y tapada con hojarasca. Convierte el ingenio a este conjunto en una trampa para hongos, bacterias y microorganismos que se trasladan allí y, por al menos dos semanas, se multiplican.
Un estañón hermético será el nuevo hogar de esa materia. Sémola y melaza se mezclan con los microorganismos para que les sirvan de alimento. El estricto calendario fija la fecha para la apertura, que cuatro semanas después entrega una masa café, valiosa “bomba de vida”, abono sólido.
“Aquí estoy haciendo suelo”, dice Villalobos mientras abre otro de los estañones. Sirve asimismo el tesoro orgánico para la reproducción de organismos en forma líquida, con melaza y suero de leche, en un ciclo que tarda también un mes.
Se quita la tapa y se asoma la mirada. Le saluda una fina película blanca sobre el líquido. “Son los hongos buenos”. El aroma a fermento y el color claro, beige, blanco o gris, dan fe de que las reacciones químicas y los procesos orgánicos cumplieron bien su jornada.
Están listos los microorganismos líquidos, fertilizante color aguadulce, “insustituible por agentes químicos convencionales”. Pretender dicha sustitución “sería como si los seres humanos viviéramos solo de pastillas”. La experiencia del agricultor, sus objetivos y las características del suelo, llevarán a una receta u otra.
“Mi suelo está muy pobre de magnesio. Así que yo hago biofermentos agregando sulfato de magnesio”. La aplicación sobre el agradecido suelo dependerá de su necesidad, así el finquero elige entre usar regadera o bomba. El saber define cantidades y medidas.
Son los microorganismos sólidos y líquidos también base para abonos como el bocashi. “Yo pongo un manteado en el piso y se hacen capas. Lleva tierra, fibra, como granza de arroz o zacates, sémola, melaza, microorganismos y gallinaza, fuente de nitrógeno”. La fórmula incluye todo un proceso de 15 días. “Hay otra corriente que está tratando de que entendamos la importancia del agua de mar porque es el organismo vivo más complejo a nivel de minerales y de todos sus componentes, así que un amigo me enseñó y yo hago un producto con agua de mar, levaduras y lactobacilos”.
Temperatura, ph, barreras vivas, bacterias, cepas de hongos, rotación de cultivos y elementos químicos son parte de la ciencia detrás de la agricultura orgánica, que enlaza la tecnología moderna con las prácticas ancestrales para la siembra sostenible y la recuperación del suelo.
“La agricultura orgánica es un estilo de vida que respeta la biodiversidad y busca un equilibro en el cual los productores se preocupan por su vida y la de futuras generaciones. Es compromiso social”. Y el suelo…El suelo es lo más importante. Hay que devolverle, por tanto, lo que de él se mutiló.