Estrecha y metálica, una espiral de escalones conduce al lugar donde reposa… pesado, potente y complejo, pequeño entre los de su clase, pero grande junto a la pequeñez de la silueta humana e insigne en la memoria musical de un pueblo.
Es un sobreviviente, para orgullo de Cartago, del correr de hojas del calendario, del atrevido anidar de las palomas y del voraz comején, intruso que por décadas lo carcomió, perforando poco a poco la intimidad de su estructura, hasta casi silenciarla. “En Costa Rica solo hay 18, ¡y solo tres o cuatro suenan!”. Bosco Ramírez Redondo, cartaginés enamorado de los órganos e investigador por convicción, logra resumir así, en vocablos pocos, el valor intangible del antiguo instrumento de la Catedral, “patrimonio a conservar”.
Sus tubos, aleación de plomo, estaño y otros metales, se proyectan en dirección al cielo, símil de la música sacra que brota de sus entrañas, centenares de figuras cilíndricas, unas de 20cm y otras hasta de 4m, cuyas voces resuenan en la bóveda que les encierra, indiferentes al grito externo de bocinas y motores.
Cantan con la fuerza y presión del aire, que despiertan a piccolos y graves, en un engranaje acústico de nueve registros. Obedecen las instrucciones de dos teclados manuales, con ese vibrar de ondas que el tacto es capaz de sentir.
Atrás están los bajos, cajones rectangulares de madera, variados en su dimensión y cualidad, que con potencia indiscutible para el oído y la emoción, irrumpen armónicamente cuando los pies del organista ejecutan el pedalier. Cercano a su octogésimo cumpleaños, suena hoy, tras el soplo de su enorme fuelle, con renovado aliento. Es el vigor de un órgano mecánico que debió ser desmantelado y vuelto a armar, ahora con una estructura nueva, digna de su presente y su recuerdo.
Hugo Monge Torres
La destreza de Hugo Monge Torres, cuyo talento cuenta ya diez años de ejecutarlo, retó por largo tiempo a la física y los obstáculos. Lograba, con su ingenio, percutir las teclas adecuadas y evitar otras tantas. La audiencia inexperta no sospecharía así, de la musical agonía.
Demandaba su desgaste, reparar sin demora este instrumento, que algunos llaman artesanal, armado por Juan Bansbach el siglo anterior, en fecha exacta desconocida, pero cercana al inicio de los 40s. Su base soportó tantos hoyos, que debilitada y frágil, amenazaba con el colapsar.
Ese fue su principal enemigo, “el increíblemente fuerte ataque del comején”, escribe el restaurador alemán Gerthard Walcker al recordar su reparación. “Encontramos hasta 20 polillas de madera en una sola tecla”. Fueron más de tres meses de labor intensa, experta y minuciosa. “Ahora el instrumento se puede tocar”.
Pero resta aún trabajo por hacer. Una rejilla interna, persiana de madera, incapaz es de cumplir su tarea para controlar la percepción del volumen. Una de sus piezas aún da fe del paso irreverente del comején y, algunas teclas, guardan todavía odioso silencio. A pesar de ello, vive y funciona la valiosa herencia, que ha sostenido conciertos, Misas y actos solemnes, se ha acompañado de coros, tenores y sopranos, ha hecho historia musical y sigue aún, nota a nota, produciendo melodías y construyendo memorias.